La sombrilla roja

Mauricio miró una vez más a su alrededor. Y vio como trabajadores del supermercado de la esquina jugaban fútbol en el parque frente a su edificio. Vio también que en la esquina del Carulla todavía vendían paltas, y al lado, películas. Y como los policías pasaban y compraban, ignorando que las copias fuesen ilegales.

Y vio como su mano derecha sostenía  un gran quitasol rojo.

Como Mary Poppins, pensó.

El día era maravilloso para hacer cualquier cosa, y hacían bien todos los vecinos en poblar en aquel momento el parque. El sol resplandecía y no había señales de que la lluvia, impredecible en Bogotá, llegase a molestar a alguien.

Mauricio pensó acerca de lo distinto que podrían haber sido las cosas. No sólo para él. Podría haber cambiado el curso de la vida de mucha gente. Tener un hijo, por ejemplo, habría sido una de sus formas de dejar su marca, de influir.

Decidió no gritar más y dejarse llevar por lo que estaba viviendo. Que era una experiencia única, probablemente nunca antes vivida  o descrita. Quizás podía disfrutar de lo estaba pasando mientras durase. Lo que viniese después seguro que iba a ser más desagradable. Quizás para los demás más desagradable que para él. Igual y no sabía si iba a estar presente cuando terminase. Probablemente no.

Y claro que sentía nostalgia. Nostalgia de todo lo que lo rodeaba en ese momento, de las paltas, las películas, los policías y los balones de fútbol.

Y mejor hubiese sido que dejase que al quitasol se lo llevara el viento.

Mejor habría sido que no se hubiese estirado a alcanzarlo.

Mejor habría sido que la baranda no se hubiese roto. Y que él no fuese cayendo del décimo piso.

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