-¿Vos creís que te van a pescar mucho?, ¡por lo lindo será, huevón! -me dijo riendo el estúpido de Darwin, que siempre me hablaba así de golpeado.
Yo trataba de ignorarlo y la seguía mirando a unos metros de la ventana, escondido tras un arbusto de la casa esquina. Estaba acostada sobre la cama, con una camiseta blanca que le marcaba perfectamente bien el sostén. Llevaba un short blanco, con flores de colores. Sentí como se me apretaba el pantalón de sólo mirarla. Jovencita, un poco más joven que yo.
Yo la había visto por ahí en la micro y me encantaba, pero nunca le hablé, y ahora la espiaba como una rata. En mi defensa puedo decir que fue casi accidental y además idea del Darwin, que insistió.
-Vos, loco, te la tenís que jugar… ¡a vos la loca te gusta, mírala un ratito, campeón!
La miré e imaginé estar con ella. Pensé en cómo me iba a ganar a los viejos y me iba a quedar allá y me iban a querer. En esa misma cama me desquitaría de todos los rechazos del año, y de mi vida… si a quién vamos a engañar si el Darwin igual tiene razón, no soy el más agraciado de esta huevada tampoco…
Y todo daría lo mismo, con esa belleza en mis brazos, haciendo el amor tranquilitos cuando los viejos no estén, entregados, ignorando las veinticinco clases sociales y la brecha de atracción que por cierto nos separan.
Recuerdo que por fortuna no tenía las manos cerca del cierre ni nada por el estilo, conscientemente había evitado una hueá que diera una impresión así porque me preocupé que el Darwin se fuera a poner cariñoso consigo mismo y se lo dije. Y el tarado me miró con los ojos bien abiertos y la cara en pánico, una mirada que un segundito después subiría por sobre mi hombro, invitándome a mirar hacia atrás.
El puñetazo me aterrizó en el pómulo derecho. En la caída traté de apoyarme en el Darwin que me evitó de un salto. Mi cuerpo tendido le dió tiempo para escapar la muerte segura. Vi la suela de sus zapatos en esos pasos rápidos. Una mano me levantó de un tirón. Cerré los ojos y apreté la mandíbula esperando otro golpe.
-Abre los ojos, maricón, pervertido reculiado -una cachetada me surcó la boca.
-¿Pero cómo voy a abrir los ojos si me seguís pegando? -respondí balbuceando, como la gallina que algunos creen que soy.
-¿Te creís chistoso, payaso reculiado? -me gritó en la cara. Me tomó del pelo y me arrastró hasta la puerta trasera, pasamos por la cocina y la mamá nos miró sin entender, y no sé si por fortuna o desgracia, sin hablar.
-¡Sabrina, mira, este pervertido reculiado te viene a saludar!, ¡saluda, reconcha de tu madre, saluda, pervertido culiado!, ¿no te gusta andar espiando?… aprende a saludar… dile que la viniste a espiar por la ventana, ¡dale!.
-Me llamo José, mucho gusto -murmuré, con el moño aún tomado y con la cara embarrada en vergüenza.
Me observó dos o tres segundos, analizándome sin decir nada. Retrocedió en silencio un paso y desapareció por la puerta de su dormitorio… aquel mismo lugar que hace sólo un minuto iba a ser nuestro.
-Si ahora hiciste llorar a mi niña, chuchas de tu madre, te voy a emparejar la cara a patadas, hijo de las mil putas -anticipó mi casi-suegro.
-¡Déjalo, papá, si yo lo conozco, yo creo que me venía a saludar! -gritó Sabrina cuando regresaba al pasillo.
-¿Qué creís que yo soy estúpido?, ¿o acaso te gusta que te mire este petiso culiao?
-¡Ai, papá!, que eres exagerado.. No le sigas pegando, mira como ya lo dejaste… Y tú, José, no me andís espiando… ¿me escuchaste?, ahora ándate, ven, vamos, papá, suéltalo -dijo más calmada, acercando su mano derecha a mi antebrazo izquierdo… se sintió como saltar del infierno al paraíso. Suavecita. Y ella, con ese aroma mejor de lo que imaginé.
Sentí como la madre me miró con reproche… la vieja culiá.
-¡A la próxima te pego y te meto preso! -me gritó en la cara el chucha de su madre, soltándome el pelo.
Sabrina me sacó en dos brincos por la puerta del patio y me entregó un post-it rosado. Le miré esos ojos maravillosos y asentí en agradecimiento.
Salí trotando a la calle. Cuando pasé por la ventana pensé en el Darwin, y que es un desgraciado, un mala junta, un mala clase, un mal amigo y un perdedor. Y un delincuente, porque estaba claro que nos iban a pillar y me convenció igual, aunque se haya quedado lejos de la ventana al principio. Y yo soy un hueón por juntarme con este tarado y hacer las huevadas que dice.
Sentí el post-it en el bolsillo apenas me subí a la bicicleta. Estábamos a pocas cuadras de mi casa, así que decidí no mirarlo todavía. Había que salir rápido de ahí.
Pedaleé esos minutos pensando en Sabrina y en que es hermosa, y en que nunca nos saludamos ni nada. Y en que me había salvado y regalado un post-it rosado, quizás una carta de amor…
Miré el papel apenas me entré a la casa, tenía su email y su teléfono, escritos con su letra maravillosa. Saqué lo que quedaba de mi celular. Le mandé un mensaje a través de las ruinas de la pantalla.
-Hola, soy José -escribí, sin pensar en algo mejor.
-Perdón que te haya pegado mi papá =-(, ¿te pegó muy fuerte?, ¿estás bien?, ¿de verdad me estabas espiando?.
Respondí que estaba bien y que jamás la espiaría, que el tarado de mi amigo Darwin me dijo que era un pasadizo, y que yo lo fui a buscar cuando se quedó pegado en la ventana.
Nos mandamos un par de mensajes mientras yo veía sus fotos en Facebook y otras huevadas. Me dijo que me había visto en el paradero y que me encontró simpático. Me contó que sus papás iban a salir, y que yo podía ir para allá para ver cómo estaba mi cara.
Partí rápido y contento en mi bicicleta. Me llamó en el camino y me dijo que finalmente sólo había salido su mamá, pero que entrara por la ventana de su dormitorio, que su papá estaba en el garaje cortando no sé qué madera y no se iba a dar cuenta.
Pensé en regresar a mi casa. Y luego en sus senos y en esa cama, y en que estaba ahí invitado por ella. Más allá de lo que pensara el otro huevón.
Caminé seguro y vi a la distancia aquella ventana abierta. La vi a ella, mirando hacia afuera, buscándome.
Avancé lo suficiente para que me viera, me sonrió coqueta y me invitó con un gesto a entrar. Crucé el antejardín y llegué a la ventana. Sentí el olor de ese dormitorio, el olor a ella, el olor que contiene todos sus recuerdos, la suavidad de su cama, su pelo, su camiseta blanca.
Trepé con algo de gracia. Me pidió que me quitase los zapatos y accedí, contento de llevar una prenda menos. El saludo fue un poco incómodo, no nos conocíamos, pero ahí estábamos, en su habitación, juntos, a las espaldas de todos. Nos dimos un beso en la mejilla, pero no nos abrazamos.
Me invitó a que nos sentáramos en su cama, «sólo porque no tenía más asientos». Sentí la suavidad del cobertor de esa cama. Le miré las piernas, en esos jeans apretados, ése mismo cuerpo que me gusta.
Estábamos a más o menos treinta centímetros, y yo sentía que casi la estaba tocando. Me preguntó por mi casa y me dijo que ella no conocía por allá, pero que quizás había pasado porque siempre salía en auto. Le conté de lo que yo hacía, que estaba estudiando por ahí con un crédito, y trabajando. Todo bien, relajado. Ella me habló de su carrera que es muy difícil, que el papá es bueno, pero controlador, que no entiende que ya está grande. Nos reímos un poco de la situación en que nos conocimos, yo me avergoncé un poco y traté de salir jugando, de hablarle del destino. Le dije que me encantaba su pelo, por decir algo.
Yo me sentía muy cómodo de estar ahí con ella. Sentí que la conocía desde siempre y casi le digo que la amaba, porque eso sentía, como si fuera una amiga y me hubiera enamorado de ella. Me contuve para no quedar como un loco. Quise besarla y hacerle el amor, y vi que la puerta con llave era un buen indicio de que algo debería intentar, sólo había que seguir hablando más, un poquito más. El ruido de una sierra a lo lejos no me molestaba, a los vecinos quizás, pero a mí, para nada. Me acerqué un poco a Sabrina.
Golpes y gritos nos alertaron de que algo había ocurrido en el garaje. Sabrina se levantó de un salto, abrió el cerrojo y salió disparada. Miré la puerta abierta de par en par y sin seguro, como un símbolo de que era ahora bienvenido en todo la casa. Me levanté y la seguí.
Vi sangre en el suelo, en la mesa que sostenía la sierra, en Sabrina y en su padre, que acababa de perder tres dedos.
Sentado en una silla, aullando, consolado por mi tesoro, se paralizó con mi presencia.
-¿Qué mierda hacís aquí? -bramó.
-Sabrina me invitó -respondí nervioso -por eso estoy aquí… y lo voy a llevar de inmediato a la clínica… -proseguí un poco más inspirado -Sabrina, trae rápido algo para hacer torniquete, una corbata lo que sea, ¡y una bolsa con hielo por si encontramos los dedos!.
-¡No! -interrumpió el padre -llama a la ambulancia, ¿qué me vas a llevar tú?, ¿en mi auto?.
-La clínica está a cinco minutos y no hay tráfico. La ambulancia no llega en menos de diez. Yo lo llevo, sé manejar.
Accedió a regañadientes pero sin decir más. Sabrina encontró los dedos y los metió en una bolsa ziploc con hielo, sollozando, pero sin reclamar.
Su padre se sentó en el asiento delantero y arrancamos en silencio. Se retorcía de dolor. Sabrina tampoco decía algo. Tuve esa sensación incómoda de ser descubierto en algo menor, pero preferí no disculparme ni nada.
Pensé que era una mierda que esta huevada haya pasado. Qué yo no haya podido besar a Sabrina… o llegar quizás a qué. Este pobre huevón había perdido sus dedos. Situación culiá terrible, nada bueno que sacar.
-¿Su sierra es de ésas que se detienen cuando tocan la piel? -pregunté nervioso y sin pensar.
Me miró de soslayo y retorciendo la boca, adolorido, indignado.
-Sabrina… ¡este tipo es muy huevón!, ¡te prohibo que te juntes más con él!
Me mordí la lengua. Qué pedazo de imbécil.
-No, perdón -murmuré -es que yo decía por si los podía demandar… perdón -dije tratando de arreglarla.
No respondió y continuamos en absoluto silencio.
Estacioné el auto en la entrada de Emergencias, estuvimos con él hasta que se lo llevaron a cirugía. No me dirigió más la palabra ese día.
Vimos la camilla desaparecer por los pasillos desde una puerta con ventanas pequeñas y altas. No sabía qué reacción esperar de Sabrina.
La abracé y secó sus lágrimas en mi pecho.
-Gracias por todo -me dijo despacito -yo sé que mi papá te va a perdonar… te va a agradecer.
-Eso espero… ¿y tú?… ¿vas a tener ganas de verme después?.
Me miró para arriba con sus ojitos verdes.
-Tranquilo -me dijo -yo creo que sí.