Había en Salento una casa que no había sido habitada en años. El terreno cubría una manzana completa incluyendo las caballerizas y los jardines. Una reja de adobe y fierro forjado lo protegían, y el portón revelaba el camino hacia una fuente de bronce, en el centro de todo.
El dueño más reciente la había comprado muy barata y prefirió no preguntar muchos detalles. Esperaba alquilarla o venderla pronto y publicó su deseo en el diario local, explicando también, que debido a regulaciones municipales, la casa no podía demolerse. Para su sorpresa, sólo un hombre respondió, un señor de Bogotá, de apellido Mancilla.
Mancilla le explicó que él, como muchos, sabía que la casa estaba embrujada. Le contó que la historia era conocida en todas partes y aseguró que nadie más lo llamaría, que la mansión fue albergue de destinos trágicos y brutales desde su construcción hacía muchos años. La construyó un señor extranjero de apellido Davenport, para vivir con su familia y supervisar algunas plantaciones de café. Tuvo tres hijos que ahí se criaron hasta que partieron a estudiar a Inglaterra.
Davenport le dijo a algunos que su esposa también se había ido a Londres, pero a ella nadie la vio partir y de nadie se despidió. El hombre vivió en esa casa hasta el día en que él mismo, tal como su esposa, desapareció. En ausencia de los patrones y sus herederos, de quienes nunca más se supo, los trabajadores fueron a la alcaldía y reportaron la situación.
La casa y los campos fueron confiscados, y vendidos a Sebastián Santa Cruz, presunto amante de la Señora Davenport y antagonista comercial de su esposo, a quien además había acusado públicamente un día de torturar a su propia familia, y de mentir cuando les dijo a todos que su esposa se fue del país. El civilismo de Santa Cruz y la cobardía de Davenport impidieron que esa mañana pasaran de los insultos a los golpes.
Complicado con los rumores de que en la casa habitaba el fantasma de Elizabeth Davenport, y sin tener a nadie que cuidase el lugar por las noches, Santa Cruz le tuvo que regalar un caballo a Fermín García, único empleado dispuesto a dormir ahí y a cuidar del lugar embrujado.
Para tranquilizar a todos, el Padre Giraud ofició una misa un día Domingo en la capilla de la casa, con toda la familia Santa Cruz presente, y nada fuera de lo común ocurrió.
Fermín García invitó a dos personas muy pobres a pasar con él la primera noche, ofreciéndoles aguardiente y comida. Les aseguró además que el Padre Giraud bendijo la casa y que había dicho que estaba todo bien, que la habitaba Dios.
Los tres hombres bebieron y exploraron desde temprano, muy satisfechos cada uno con su parte del trato. García ordenó a los muchachos no separarse, temiendo que fueran a robar. Jugaron dominó en la cocina hasta poco antes de medianoche, cuando un golpe metálico los interrumpió desde el sótano.
Fermín García bajó con uno de los hombres, mientras que el otro, Ramón Soto, esperó en la cocina. Las velas rompieron la oscuridad casi permanente de las escaleras. Un corredor vacío los recibió, con puertas metálicas al costado derecho, enfrentadas a un muro de piedra negra. García se quejó del frío, segundos antes de que una ráfaga de aire gélido apagara las velas. Un grito inhumano decoró la oscuridad de aquel aire antiguo y una vibración recorrió la casa desde los cimientos hasta la piel de todos en ella. Alertado, Soto corrío hacia el pueblo y alertó a quien escuchara.
A la mañana siguiente, Santa Cruz volvió con tres más e inspeccionaron con lámparas. Los cuerpos de Fermín García y su acompañante descansaban desangrados en el suelo. Según Santa Cruz, la escena indicaba que en la oscuridad y la borrachera se atacaron entre ellos mismos con los machetes, quizás poseídos, quizás sin intención. Nadie nunca volvió. Los rumores entregaron la casa por completo al monstruo que se creía que la habitaba.
Los herederos de la fortuna de Santa Cruz vendieron la propiedad, décadas después y por casi nada, al primero que la quiso. Tras negociar con él, Mancilla firmó el contrato de compra y ordenó el mismo día la remoción inmediata y absoluta de todos los escombros que cubrían el jardín, así como la limpieza de la casa. La tarea tardó meses y Mancilla la supervisó personalmente. Impaciente, decidió pasar en la mansión la primera noche que su condición le permitiese, y así lo hizo. Se instaló con su perro en la cocina y habló con un amigo por celular por más de una hora. Tuvo miedo, sobre todo después de colgar, a minutos de medianoche.
Un ladrido lo alertó de lo que vendría. Los golpes empezaron despació a invadir el piso. Golpes metálicos y gritos confirmaron a Mancilla la naturaleza de lo que estaba ocurriendo. Su corazón latiá como nunca, afirmó la linterna en su frente, tomó su garrote y caminó hacia el sótano. Bajó las escaleras con cuidado. Los golpes cesaron cuando se decidió a abrir las puertas, corrompiendo con facilidad la integridad de los antiguos cerrojos. La tercera puerta reveló un cuerpo sin forma, una abominación espectral horrenda. Mancilla rebotó la espalda contra la pared en su sorpresa, antes de reconocer, intermitentes, los rasgos de una persona.
Vio al espectro dejar la celda y flotar hacia la escalera. Lo siguió, subieron lentamente y cruzaron el primer piso y la puerta principal, y caminaron hasta la fuente. El fantasma se posó sobre ella y Mancilla pudo ver claramente la figura de una mujer joven.
Iván Mancilla mandó a demoler la fuente al día siguiente, los restos de Elizabeth Davenport se encontraban en una caja de madera, bajo la base de concreto. Una inspección detallada del sótano encontró una puerta escondida, cerrada desde el interior. Mancilla y sus hombres ingresaron a lo que parecía ser una oficina. Una silla, un escritorio, libros. Una cinta de cuero colgando de una viga como una horca, y bajo ella, el esqueleto del Señor Davenport.